miércoles, 10 de diciembre de 2014

la Roma de Gaya

ROMA

Así vio Ramón Gaya la Mole Adriana reflejada en el Tevere.

"Cuando se trazan esas cuatro letras sobre un papel, apenas si tenemos algo más que añadir, ya que por sí solas parecen expresar la ciudad completa, y al pronunciar la palabra que forman nos encontramos con un cuerpo redondo, blando y firme como una piedra de río, como un canto rodado, limado. Sus dos sílabas parecen los senos duros de una mujer feroz, antigua capitana, tierna, maternal. Porque Roma no es nada femenina, pero sí es, en cambio, terriblemente hembra, es decir, rotunda, absoluta, fuerte. Tiene una fuerza blanda, un poderío blando, como lo tiene la mujer, o la miel virgen, o la cúpula, o el arco de un puente, o la copa de un pino. Apenas entramos en Roma nos damos cuenta de que lo redondo, la perfección limitada de lo redondo, es su clave. La basteza, la insolencia, la plebeyez del barroco debió sentirse aquí muy a gusto, porque lo romano tiene majestad, la gordura de la majestad, pero no tiene delgadez, la delgadez de lo aristocrático. Roma parece un gran trono majestuoso, pero levantado a la intemperie, es decir, parece un trono campesino. Por eso el verano –la estación plebeya– se afinca en Roma con ese abandono vívido, con esa propiedad, con ese derecho. ¿Me atreveré a decir que el poderoso y tiránico atractivo de Roma consiste, acaso, en su falta de espíritu? Roma halaga en nosotros toda nuestra terrenalidad, disculpa nuestra terrenalidad. Lo más elevado que puede suceder en Roma es el lirismo, pero el lirismo, ya se sabe, únicamente viene a ser una complacencia, un encharcamiento de lo espiritual; al lirismo le falta salida, respiración, salvación, elevación, trascendencia; el lirismo es la materia que queda, lo que queda de un hermoso incendio. Roma es, en efecto, eterna, pero no como es eterno el espíritu, sino como es eterna la tierra, como es eterno el suelo firme, nuestro suelo, el suelo de la vida."

Esto escribió Ramón Gaya en su Cuaderno de viaje por Italia (1953), contenido en Obra completa (Pre-Textos, 2010). En ese breve texto, como una aguada que bosqueja lo esencial en un puñado de trazos, se sintetiza esta ciudad que tanto admiraba el pintor y escritor. Roma es carnal, oronda, eternamente terrenal.

martes, 2 de diciembre de 2014

Los hermosos años del castigo, de Fleur Jaeggy

I beati anni del castigo (1989)
Fleur Jaeggy (1940)
Adelphi, 2005, 108 p.

Llego a Fleur Jaeggy como quien se apea en una estación para mí desconocida y descubre que tras el edificio se abre un nuevo paisaje, un horizonte fresco del que apenas tenía noticia. Cuando preguntas por Jaeggy aquí en Italia, quienes no la han leído pero están familiarizados con la literatura contemporánea se refieren a ella como “la mujer de Roberto Calasso”, escritor, ensayista y editor de Adelphi, de quien sólo he leído Las bodas de Cadmo y Harmonía, que me gustó. Qué absurda esa atribución, y qué importa, más allá de la constatación de que bajo un mismo techo (suponiendo que vivan juntos) conviven dos formas de ver la literatura muy diferentes, la de Calasso más ensayística, por una parte, y más apegada a la literatura clásica y mitológica; la de Jaeggy más oculta, extraña y luminosa. Y, para mí, mucho más interesante (al menos de momento).

Aún no me resulta sencillo decidir cuándo afronto a un autor italiano (o autora italiana) en su lengua o en la traducción española. Con Gadda, por ejemplo, de momento lo dejo en manos de Masoliver, con mis reservas (¿por qué traducir la expresión pasticciaccio brutto –algo así como feo enredo, lío espantoso, pero también crimen o delito, qué sé yo– con una palabra semánticamente tan limitada como ‘zafarrancho’, por ejemplo?). Pero me pasa incluso con autores recientes, como Giorgio Vasta (por cierto, qué gran novela El tiempo material) que he empezado a leer en italiano, pero cuya exhuberancia lingüística me obliga a recurrir a la traducción para poder disfrutar de la lectura. Con Fleur Jaeggy, como con Pasolini, Sciascia o Natalia Ginzburg, mal que bien, me he atrevido directamente con el original. Y ha valido la pena. 

Jaeggy, nacida suiza y educada en lengua alemana, adoptó pronto el italiano como lengua nativa. Aunque publica desde 1968, I beati anni del castigo (traducido por Juana Bignozzi como Los hermosos años del castigo, Tusquets) es la novela que le dio relevancia. Novela tan breve (apenas cien páginas) como intensa y rica. Su prosa, aparentemente sencilla, parece fruto de una labor minuciosa de talla y pulido, como una escultura a la que se le ha ido sustrayendo lo superfluo hasta alcanzar la forma acerada que se buscaba. De hecho, tiene algo de físico, de material. Si se lee en voz alta (y es una gozada leer a Fleur Jaeggy en italiano en voz alta, pero supongo que también las traducciones lo permiten) se percibe el dominio del ritmo, la sonoridad de las palabras elegidas. Qué difícil es alcanzar eso.

En I beati anni del castigo se parte de la propia experiencia vivida, pues Fleur Jaeggy también fue alumna interna en un colegio femenino de élite en los Alpes suizos, como el personaje narrador. Los “nichos de la memoria”, metáfora que utiliza Jaegger a lo largo de libro, llevan a la narradora a los años del Bausler Institut, en el Appenzell. No es ficción sobre el personaje de sí misma, sino creación a partir de la experiencia. Y esa experiencia es la de la vida en una comunidad cerrada, pero también la del descubrimiento de la sensualidad, la amistad y el deseo entremezclados, la obediencia y la demencia.

Seguiré con Fleur Jaeggy, y seguiré con Proleterka.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

enclaustrado


“La solitude est toujours accompagnée de folie. Je le sais. On ne voit pas la folie. Quelquefois seulement on la pressent. Je ne crois pas qu’il puisse en être autrement. Quand on sort tout de soi, tout un livre, on est forcément dans l’état particulier d’une certaine solitude qu’on ne peut partager avec personne. On ne peut rien faire partager. On doit lire seule le livre qu’on a écrit, cloîtré dans le libre”.

Marguerite Duras, Écrire (Gallimard, 1993).

(La soledad siempre está acompañada de locura. Lo sé. La locura no se ve. A veces sólo se la presiente. No creo que pueda ser de otro modo. Cuando se extrae todo de uno mismo, todo un libro, se está por fuerza en el estado particular de cierta soledad que no se puede compartir con nadie. No se puede hacer compartir nada. Uno debe leer solo el libro que uno ha escrito, enclaustrado en el libro.)

lunes, 13 de octubre de 2014

Los hemisferios, de Mario Cuenca

Los hemisferios
Mario Cuenca Sandoval (1975)
Seix Barral, 2014, 536 p.

Hacía días que quería escribir algo sobre esta novela, que acabé de leer a principios de septiembre. La acabé, de hecho, en el asilo nido (guardería) donde mi hijo menor hacía el inserimento (periodo de adaptación), sentado frente a un grupo de madres de otros niños recién llegados. En ocasiones sentía miradas de soslayo, un silencio de extrañamiento ante este padre que, con el simple movimiento de apertura de las cubiertas de un libro, dejaba de ser alguien comunicativo e implicado en la crianza de su hijo para transformarse en un devorador de palabras silencioso y esquivo. Ese libro es este libro: Los hemisferios, la tercera novela de Mario Cuenca. Imagino que la imagen de la cubierta chocaría a algunas de esas madres: ese beso de dos mujeres idénticas contrasta con la candidez predominante en el espacio que compartimos mientras acompañábamos a nuestros hijos en su primer contacto con la institución educativa (sí: las escuelas, hospitales, prisiones, ya sabemos, ahí un primer atisbo de Foucault, algunas de cuyas ideas están presentes en la novela).

Los hemisferios es hipnótica y compleja, se entra en ella como quien atraviesa bajo un arco para ingresar en ese estado de implicación que logran las novelas abiertas a la multiplicidad de interpretaciones. Desde el mismo inicio entré con sorpresa y esa avidez de leer que despiertan pocos libros. Novela doble, múltiple. Doble en su estructura: dos “novelas” sucesivas, compuestas por noventa fragmentos cada una, primero “La novela de Gabriel” y a continuación “La novela de María Levi”, entre las que se establecen numerosas conexiones: y aquí es donde entra la multiplicidad, en el fértil juego de reflejos distorsionados, repeticiones levemente alteradas en personajes y acontecimientos, sustituciones, versiones; pero también en la riqueza de ideas y referencias.

En el comienzo, lo que leemos pertenece a un plano de realidad segundo: texto dentro del texto, un narrador nos cuenta, próximo al punto de vista de Gabriel, el accidente de coche en que éste viaja con su amigo francés Hubert Mairet-Levi, la muerte de la Primera Mujer y lo que desencadena: el origen en la desaparición. Lo que viene después transcurre sobre todo en una ciudad llamada Panam’ (que es París, en la novela que escribe Gabriel) y en Barcelona (que, como otras ciudades, se cita con las siglas de su aeropuerto, BCN), hasta el espejo en que el narrador se desdobla y comienza a dirigirse a Gabriel en segunda persona. Memoria y e imaginación, anacronismos y negación del tiempo presente:

“Y qué sucede cuando se diluye la frontera entre la realidad percibida y la realidad recordada. Has vivido prisionero de la memoria, en una resistencia absoluta a lo novedoso, una enfermiza voluntad de transitar una y otra vez el mismo circuito, las mismas realidades, sólo lo conocido o lo que se asemeja a lo conocido. Tal vez la locura consista en ese ensimismamiento, esa resistencia a aprehender la novedad, la apreciación de todo objeto, de toda persona y de todo suceso como un ritornello, el desprecio de cuanto no puede hacerse girar en el carrusel de la conciencia.” (p. 234)

La idea de regreso de la desconocida muerta en el accidente (reencarnación alterada en la figura de Carmen) se vincula pronto a la película Vértigo de Hitchcock (“De entre los muertos” se tituló de forma bien descriptiva en España).


La segunda parte está narrada en un estado de limbo por la propia María Levi, versión o desdoble del cienasta Hubert Mairet-Levi en una mujer lesbiana que viaja de París a Islandia. La narración de la búsqueda del volcán islandés se alterna con el recuerdo de su adolescencia y juventud punk entre París y Barcelona. Es aquí donde se suceden los reflejos, y de nuevo la repetición de la presencia de esa Primera Mujer, las sustituciones. Las semejanzas, sin embargo, no implican un cambio en el punto de vista sobre la misma historia: aunque el motivo sea el mismo y se invoquen situaciones, personajes y detalles de la primera parte, lo narrado entra en un terreno menos sólido, en ocasiones próximo a lo onírico, sobre todo en la parte de Islandia. En la narración del pasado, lo punk se funde con un peculiar vampirismo. Pero estos supuestos vampiros de Mario Cuenca tienen algo en común con los de la última película de Jim Jarmush: en ningún momento inspiran temor o hilaridad, la avidez de estos vampiros es más propia de un romanticismo underground. Los personajes, principalmente María Levi, como Hubert y Carmen en la primera parte, parecen inmersos en una performance personal, intervienen sobre su propio cuerpo mediante tatuajes, piercing, mediante la autolesión que, en última instancia, se vincula con ese vampirismo sin colmillos (Aurora).

La naturalidad con que la narración se convierte en ideas y éstas en pensamiento filosófico es sorprendente. Porque no se llega a ideas de Foucault, de Deleuze y a pensamientos o aspectos de otras filosofías (y aquí yo incluso veo aspectos de teoría queer), sino que las ideas brotan de la propia narración, parece inevitable que surjan, sea de forma más o menos explícita. Por otra parte, si las dos grandes referencias cinematográficas de Los hemisferios son la citada Vértigo y (en la segunda parte, aunque con menos presencia) Ordet (“La palabra”) de Dreyer –hay fotogramas de ambas espigados a lo largo de la novela–, las referencias literarias están bien presentes. Destacan los numerosos vínculos que establece con Rayuela de Cortázar, y ahí también está una forma de ver París. Un ejemplo entre muchos podría ser la Berthe Trépat cortazariana, transmutada aquí en Edith Trépat, que no es ya aquella pésima pianista que tocaba sus piezas en un teatro, sino una performer que trabaja, entre otras cosas, con la automutilación y el masoquismo verbal.

La lectura de Los hemisferios, un mes después, todavía me ronda la cabeza. Me dejo muchas cosas, exigirían una atención que, por desgracia, no puedo prestarle. No es fácil despertar el deseo de leer, de descubrir e interpretar personalmente (acertadamente o no, qué importa) cuanto sugiere, con el disfrute intelectual y literario. Porque, aunque sea al final, hay que decirlo: la prosa de Mario Cuenca es hábil y rica, capaz de conciliar con idéntico vigor placer y desasosiego.

jueves, 2 de octubre de 2014

belleza y fuga y estallido y risa

En la relectura romana de La muerte de Virgilio de Hermann Broch, encuentro estos subrayados (turolenses) de hace catorce años. No ha cambiado nada, y han cambiado tantas cosas, pero el sentido permanece:

"(...) el juego en sí,
el juego que el hombre juega con su propio símbolo y así,
simbolizando –lo único posible– escapar a la angustia de la soledad,
el bello engaño de sí mismo repetido de nuevo y de nuevo,
la fuga hacia la belleza, el juego de la fuga
" (p. 121)

"(....) porque del espacio de su más profunda presciencia, en que se había sostenido, le había  fluido una última comprensión y con la rapidez del rayo reconoció que el estallido de la belleza es simplemente desnudo reír, y la risa el reventón predestinado de la belleza de los mundos; que la risa acompaña a la belleza desde el comienzo y en ella habita para siempre. (...) risa adversaria de la belleza universal, risa, desesperado sucedáneo de la confianza perdida en el conocimiento, risa como fin que corta la fuga hacia la belleza, el fin del juego interrumpido de la belleza"  (p. 125)

Hermann Broch, La muerte de Virgilio, Alianza Literaria, 2000.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

puente


Un largo silencio a veces es necesario antes de volver a tocar. Pero antes de hacerlo frente a un público dispuesto a la escucha, buscar un puente, un Williamsburg Bridge metafórico, y tratar de encontrar ese sonido que sólo puede ser tuyo.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

La fiesta de la insignificancia, de Milan Kundera

La fête de l’insignifiance, 2013
Milan Kundera (1929)
Gallimard (NFR), 2014, 144 p.

Qué extraña sensación me ha dejado esta lectura, mezcla de decepción y alegría. Milan Kundera, a quien leí con admiración hace años, se ha convertido en una de esas referencias que uno rara vez revisita, pero que difícilmente olvida por el placer que proporcionaron sus lecturas. Esta, su última novela después de catorce años sin publicar ficción (y que publica en español Tusquets), está más emparentada con El libro de la risa y el olvido que con La insoportable levedad del ser o esa gran novela que es La inmortalidad. El humor, no sólo como recurso, sino como necesidad vital, está aquí presente, y, como a menudo en su obra, aparece confrontado con el pesimismo y con presencia de la muerte y la vejez. La conciencia de la proximidad del fin parece haber llevado a Kundera a buscar de nuevo la risa, el juego. Y en esta novela hay reflexión, hay anécdotas divertidas, voluntad de juego y de trasgresión.

El libro se lee de una sentada. Su principal finalidad parece evidente: valorar esa insignificancia que rodea nuestra existencia y que, como dice Ramon, constituye su misma esencia: “Elle est avec nous partout et toujours”. Y no basta con saber reconocerla: es preciso aprender a amarla, pues es la clave del buen humor, sin el cual la vida no tiene sentido. Podríamos añadir que el juego de Kundera consiste en hablar de esa insignificancia con una novela que en apariencia tiene voluntad de ser insignificante. No me lo parece. Desde luego, no lo es por las ideas, aunque sí es cierto que me ha sorprendido su escasa corporeidad, su exceso de levedad (soportable, con todo) en contraste con otras de sus novelas. Aquí está mi decepción: las ideas están apenas esbozadas, queda la sensación de cierta rapidez o pereza, algo que no sé describir. También los personajes merecerían haber sido desarrollados más a fondo, creo.

Cuando un autor llega a una edad y un reconocimiento semejantes al de Milan Kundera, las posibilidades de desarrollo de una obra prácticamente cerrada siguen siendo múltiples. Desde mantener sus preocupaciones, estilo y vigor literario, hasta romper la baraja y tratar de hacer algo completamente diferente (esto, reconozcámoslo, es casi insólito). También la de llevar el juego a su última expresión: divertirse, reírse y provocar la diversión en el lector, pero también reírse de uno mismo, de la supuesta importancia atribuida. Reconocer, en fin, la propia insignificancia.

martes, 22 de julio de 2014

otra vez en Sète, festival Voix Vives

 
Me gustaban más las conchas que encontraba otros veranos en la larga playa de Sète. Otros veranos escuché mejores poemas en el festival Voix Vives. Este año encuentro sólo piezas sueltas, fragmentos pulidos, frases al vuelo. De lo que he podido ver y oír hasta ahora, me quedo con Rodolfo Häsler (cubano-español), Hugo Mujica (argentino), Tugrul Keskin (turco), Max Alhau (francés), y como otros años también Salah Stétié (libanés). Aún queda más de la mitad, y lo frecuento menos que otros años. Todavía no he visto a ningún español. Las músicas improvisadas en la calle, sin embargo, me están dando más alegrías. Será que me cuesta más prestar atención a las palabras. Sí: seré yo.

Edito la entrada ya el último día de mi paso por Sète (25 de julio). Confirmo que las músicas me han gustado más que la mayor parte de los poemas escuchados. Sin embargo, ha sido muy interesante haber conocido a Manuel Vilas, invitado entre los poetas españoles, así como a  la también escritora Ana Merino. Haber vivido doce años en Zaragoza y conocer a Manuel Vilas en Sète es algo que sólo me pasa a mí. De Vilas sólo había leído dos novelas (España y Los inmortales) y poemas sueltos. Aparte de los encuentros, breves pero agradables, me ha gustado escuchar esa poesía que juega con el humor y la irreverencia, una mirada irónica sobre la realidad que a menudo se despoja conscientemente de toda belleza formal, con el contrapunto de otros poemas que sí la buscan, como el retrato de su padre. Entre la diversidad de poéticas y sensibilidades en un festival internacional que abarca todo el Mediterráneo más algunos países latinoamericanos, su poesía ha sorprendido al público francés.

jueves, 10 de julio de 2014

la escalera del 72 de la rue Mouffetard

© Albert Monier, 1952. Escalier 72 rue Mouffetard, Paris

Espera. Una hora, la eternidad. Por fin escucha: tacón contra madera, ella baja despacio. No: se detiene; sabe que él está abajo esperando, y quiere jugar. La sombra de ella, arriba, sobre el desconchado blanco de la pared. Quieta. Podría verla de frente si subiera apenas una docena de escalones. Pero tampoco se mueve. Silencio. Trata de imaginar su expresión. ¿Desprecio?, ¿deseo? Puede que ambas cosas. Entonces el piano. Viene de un piso alto, un adagio de sonata. Vacilante. La sombra en la escalera mengua, se ajusta a la altura del desconchado blanco, como si quisiera encajar en él. Se ha sentado. Arriba una mano yerra una nota y se detiene. De nuevo silencio. La sombra encerrada en lo blanco se contrae. Parece que llora o gime. Un instante después el piano irrumpe de nuevo y ya no puede oírla. Ese no poder oírla: ahogo. Tiene que subir. Ahora sube, los zapatos sucios de barro a pesar de la indicación del quinto escalón. Hasta ese cuerpo que proyecta la sombra. Sentada en el rellano, ella lo mira, la cara congestionada por la risa. Una risa que no emite vocales, sólo un arrastre como de hiena asmática. Luego dice algo que él no acaba de entender, entrecortado por ese arrastre traqueal. Algo como: pero qué manos de mierda. Arrodillado frente a ella, él suplica: Déjame subir contigo. Ella lo mira, ya seria. Asiente. La sigue escaleras arriba. El piano suena todavía. Entre las manos, él prepara el alambre.

miércoles, 18 de junio de 2014

La experiencia dramática, de Sergio Chejfec

La experiencia dramática
Sergio Chejfec (1956)
Candaya, 2013, 171 p.

La experiencia dramática requiere de cierta disposición. Existe un instante previo obligado en el que la experiencia está lista para producirse, pero cuyo desarrollo se ignora. En general, sólo después de haber pasado por ella, a veces mucho después, es posible señalarla como experiencia dramática y reconstruir el momento previo, el que ha servido de antesala o escenario –hasta entonces toda la historia es una línea insegura de puntos–. (p. 71)

Leída hace un año o menos (en los tiempos de la desconexión por mudanza), me he vuelto a sumergir en esta novela. Releo subrayados, en busca de materiales para la reflexión. Aquí me limito a reproducir las notas de mi primera lectura, ojalá dispusiera de tiempo para más.

En La experiencia dramática ocurren realmente pocas cosas. O no. Digámoslo mejor: ocurren muchas cosas, pero no en el plano de la acción narrativa –lo que los personajes hacen–, sino en el de la reflexión sobre el discurso y la acción –lo que hablan, piensan e incluso callan–. Lo ha dicho el propio autor: no le interesan cómo ocurren las cosas, sino cómo se describen. Los dos personajes centrales son Rose y Félix. Ella es una actriz que apenas ha salido de la ciudad (innominada), y que frecuenta un curso de teatro en el que cada participante debe relatar una “experiencia dramática”. Félix, por el contrario, es extranjero (el narrador, en tercera persona, casi siempre se acerca a su punto de vista). Ambos se encuentran periódicamente en cafeterías, dan largos paseos por la ciudad, y hablan. Esa reflexión entra en un rizo a lo Bernhard, y ese dinamismo que no desprecia el entorno recuerda a Sebald (y a Handke, aunque a este lo he leído menos).

La relación que une a Rose y a Félix (éste último próximo al autor, como él extranjero en una ciudad que podría ser Caracas o Nueva York, donde Chejfec ha vivido) es de una amistad cómplice, muy intelectual, y sin embargo, aunque se percibe el deseo de Félix hacia ella, irrumpe el erotismo cuando visitan el barrio de los galpones (zona industrial), quizá la parte más interesante de la novela. Hablan, pero también intercambian silencios: está la intención de decir, y el miedo al equívoco o una interpretación distorsionada. Los huecos, ruidos e imperfecciones de la comunicación. En el discurso del narrador y en el pensamiento de Félix cobran especial importancia aspectos como la realidad y su representación (los mapas digitales y el especio de la ciudad: Félix); el pasado, contradictorio y escurridizo; la existencia como ficción o representación, y el desconocimiento de nuestros semejantes (Rose):

Vive rodeada de gentes de las que no sabe casi nada. Naturalmente no se refiere a los nombres de quienes frecuenta ni a la información común que naturalmente posee de cada quien, cosas que no le preocupan demasiado porque las conoce; sencillamente no cree en esa confianza blindada, como si nada amenazara el significado de aquello que hacen, con que los demás asumen la propia vida y los hechos vinculados a ella. (...) Las personas están entregadas a una ficción discontinua, piensa, o a una opacidad perpetua, y casi nada es capaz de apartarlas de esos círculos (p. 153)

La experiencia dramática es una novela que exige complicidad. Escrita con maestría, la prosa de Chejfec es depurada y fina, conscientemente despojada de musicalidad a favor de la argumentación. En mi caso, ese discurso de la tentativa, de la duda, me seduce, me arrastra y me produce un extraño placer.

viernes, 13 de junio de 2014

El sermón sobre la caída de Roma, de Jérôme Ferrari

Le Sermon sur la chute de Rome
Jérôme Ferrari (1968)
Actes Sud, 2012, 206 p.

Leer El sermón sobre la caída de Roma en Roma, sabiendo bien que no encontraría esta Roma en sus páginas, sino un pueblo perdido de Córcega (y una alegoría realista). Leerla en el parque de Villa Sciarra con las interrupciones previsibles (un rato de columpio, otro de pelota, varios de no pasa nada Mario, no te quitan el camión, se lo prestas un rato, ahí tienes un carrito con muñeco, etcétera) y la confusión del cambio de lenguas: francés en la novela, español con mi hijo menor, italiano con los demás padres, abuelos y niños. Y acabar de leerla en un rato de soledad en una cafetería de este barrio de Monteverde Vecchio, el triunfo de la barbarie en la ficción, mientras a mi lado empezaban a pasar adolescentes sucias de barro y espuma de afeitar, decenas, cientos de adolescentes de ambos sexos que chillaban y se empujaban e invadían todo el espacio visual, físico, sonoro y aun olfativo, y que –lo comprobé a la mañana siguiente– habían dejado hecho un desastre el parque de Villa Sciarra para celebrar el fin de curso: los visigodos de Alaric que dejaban impasible a San Agustín habían salido de la novela y del tiempo en esta Roma.

Sí, también quería decir algo de esta ficción de Jérôme Ferrari: En Le Sermon sur la chute de Rome, Matthieu y su amigo Libero, cómplices y a un tiempo diferentes entre sí, abandonan sus estudios de filosofía y París para hacerse con las riendas del ruinoso bar del pueblo corso en el que pasaron sus veranos juntos. Sus experiencias como regentadores de ese jardín de las delicias serán diversas e incluso contradictorias, por un lado la idealización y por otro la necesidad de un orden –autoritario, finalmente– frente al caos. El bar, en un principio lugar de armonía y jovialidad, acaba degenerando en un antro de farra, donde campan las más bajas pasiones. Es el tema central de la novela, la corrupción moral (de ahí la alegoría del sermón agustiniano). La novela no se limita a los dos protagonistas: están también Aurélie, hermana de Matthieu, su matrimonio en falso y su relación con Massinisa en Argelia; y sobre todo Marcel, abuelo de Matthieu, que en gran medida concentra las mejores páginas de la novela. Y no es fácil, porque es una narración muy rica en matices y en ideas, ambiciosa –¿demasiado?– en cuanto a lo que quiere narrar. Matthieu y Marcel funcionan como un reflejo distorsionado el uno del otro: el primero un ser inmaduro e influenciable, cargado de afectividad; el segundo un ser hosco que, sin embargo, también sueña.

Mi experiencia ha sido sobre todo de un reencuentro con la lecura en francés, que tenía abandonada desde hacía un año, y ha sido todo un placer: Jérôme Ferrari construye largas frases que fluyen y se vierten, arrastrándote en su viaje. Me he sentido un poco fuera de toda esta alegoría a partir del pensamiento agustiniano, y aunque la intención moralista puede discutirse, pervive un discurso sobre la degeneración moral de nuestro tiempo, equiparable a la supuesta degeneración en la Roma del siglo V que fue arrasada por los bárbaros (como lo fue igualmente la Hipona donde vivía San Agustín). Va más allá, por supuesto, y es profundamente escéptica y pesimista. Lo que no me ha gustado es precisamente que ese patrón de pensamiento sea San Agustín, aunque no sea asumido ni reivindicado por el autor, incluso aunque se proyecte una imagen humana –contradictoria, por tanto– del filósofo cristiano. Pero El sermón sobre la caída de Roma es una gran novela de cualquier forma: los personajes (principales y secundarios), ese microcosmos idílico que se derrumba por el desengaño, y sobre todo la prosa de Jerôme Ferrari hacen que valga la pena.

Hay edición española: El sermón sobre la caída de Roma, traducción de Joan Riambau, Literatura Random House, 2013.

viernes, 23 de mayo de 2014

Io e te, de Niccolò Ammaniti

Io e te
Niccolò Ammaniti (1966)
Einaudi, 2010, 116 p.

Resulta interesante jugar con esto de los gustos, leer, por ejemplo, a autores que uno en un principio no leería, porque muchas veces nos movemos impelidos por prejuicios o por un olfato que no siempre acierta, del mismo modo que otras veces buscamos afanosamente un libro del que nos han hablado muy bien y, en contra de lo previsto, se nos cae de las manos desde el principio. Con los años me estoy volviendo más flexible y abierto a otras lecturas, aunque me suele gustar más si lo descubro yo. Con Ammaniti me ha pasado. Es cierto que no me estimula su prosa sencilla, a pesar de haberla leído en italiano, y me molestan ciertas concesiones, pero es como quien bebe siempre vino tinto y a veces, por qué no, pues me ponga una buena caña para variar. Y esa caña fresca qué bien sabe. Me ha gustado Io non ho paura (2000), y puede que más aún este brevísimo Io e te (2010), traducidos en España para Anagrama como No tengo miedo y Tú y yo por Juan Manuel Salmerón. Sí, claro, habría que preguntarse si pensaría lo mismo de haber leído ambas novelas en español, porque pasa también con el cine: siempre se disfruta más en VOS y hasta disculpamos aspectos que nos disgustan...

Esta novelita, que ha llevado al cine Bernardo Bertolucci, se lee en una sentada: por lo breve y porque atrapa esa historia de un puñado de días en la vida de un adolescente romano que se esconde y encuentra lo que no buscaba, el salto a la vida, la empatía hacia los demás. Lorenzo, el protagonista de Io e te, vive en una Roma burguesa con unos padres que lo quieren y no le niegan nada, y a quienes les gustaría que su hijo fuese un chico “normal”, que se relacionase con los demás, etcétera. Pero para Lorenzo los otros son una agresión, y ese ambiente entre festivo y agresivo de las relaciones entre adolescentes lo espanta. Para cubrirse, para escapar, inventa una mentira y se esconde. Pero Lorenzo no consigue encontrar la soledad y el aislamiento que cree necesitar, sino todo lo contrario: irrumpe Olivia, una medio hermana que apenas conoce, y su entrada lo obliga a actuar de otro modo. No hay que contar más, vale. La fuerza de la historia no está en el lenguaje o las imágenes que crea, cierto, sino en los personajes, creíbles y muy vivos (sobre todo Lorenzo) y en los hábiles diálogos, que consiguen aguantar el peso de la novela. Es una historia muy cinematográfica. No he visto la película de Bertolucci, no sé qué sesgo propio le habrá dado. Imagino que habrá más protagonismo de la ciudad: en la novela Roma está al principio, la parte cercana a Villa Borghese y levemente el Centro Storico; luego es lo de afuera. En Io e te, claro, hay algunas cosas que no me gustan tanto: elementos que son concesiones para la satisfacción de un lector poco exigente. Ma non gli tolgono la grazia a questa birra fresca.

lunes, 12 de mayo de 2014

estar solo se compone de varias partes


"–Ayer estaba en Ammán, sentado en un teatro romano, y experimenté una sensación peculiar. No sé si seré capaz de describirla, pero creo que percibí la soledad más como una acumulación de cosas que como una ausencia de ellas. Estar solo se compone de varias partes. Sentí que yo mismo me componía de una serie de cosas sin nombre. Me resultaba un concepto nuevo. Claro está que había estado viajando, moviéndome de un sitio a otro. Era el primer momento tranquilo que disfrutaba. Quizá no era más que eso. Pero sentí que estaba siendo ensamblado. Estaba solo y era, sencillamente, yo mismo."

Don DeLillo, Los nombres, traducción de Gian Castelli Gair, Seix Barral, 2011 (1982).

martes, 6 de mayo de 2014

dos poemas de Ada Salas

Estos días he estado leyendo poemas de Ada Salas, cuya palabra tiene la intensidad de un licor, con su fuego en la garganta y el sabor acedo que queda después. Comparto dos aquí:

Debajo de la luz había muertos.
Pronunciaban sus nombres como lluvia.
Ahora que la luz
se ha retirado

aprendo lentamente

el lento balbuceo del olvido.





No creía posible este silencio.
No hay nada aquí.
Una extensión abierta donde todo
podría consumarse
                              la muerte el huracán
la piel
el principio. Lugar
de apariciones.
Sólo soy el vacío.

La más pequeña luz puede colmarme.

Ada Salas, No duerme el animal (Poesía 1987-2003), Eds. Hiperión.

viernes, 2 de mayo de 2014

día Pasolini

Aunque valoro antes la obra que la vida y milagros de un autor o creador, y no suelen interesarme las biografías de figuras de la cultura, soy, como todos, contradictorio, y lo anterior tiene excepciones. Pues sí, hemos pasado un 1º de Mayo totalmente pasoliniano. Fue bastante improvisado, que es como a menudo salen mejor las cosas. Habíamos decidido pasear por el quartiere Ostiense, dejar que los críos corretearan entre las columnas de la basílica de San Paolo fuori le mura y jugaran luego en el adyacente parco Schuster. Había leído que a dos pasos de allí está el restaurante “Al biondo Tevere”, y había reservado mesa. El sitio fue célebre lugar de encuentro de escritores, artistas e intelectuales de izquierda entre los años 50 y 70. Y conocido también porque allí fue donde Pier Paolo Pasolini, cliente habitual como sus amigos Alberto Moravia o Elsa Morante, cenó la noche del 1 de noviembre de 1975, un día antes de ser asesinado junto a una playa de Ostia. Comimos en la terraza sobre el río, un Tevere de riberas frondosas, no muy diferente de como las imaginaba cuando leí Ragazzi di vita. Luego cogimos el coche hasta el Palazzo delle Esposizioni para ver la muestra “Pasolini Roma”, todo un recorrido minucioso y emocionante por la vida y la obra de Pasolini y su relación con esta ciudad (en cada sala se ubica en planos los lugares destacados de su biografía y de su obra). Ya en casa, los niños dormidos, vimos el DVD “La voce di Pasolini”, que compré hace meses y que parecía estar esperando este momento. No se trata del enésimo documental sobre el escritor y director de cine, sino una sucesión de imágenes de archivo público, películas familiares privadas, fragmentos de películas y fotografías que acompañan a textos de Pasolini, seleccionados y leídos magistralmente por Toni Servillo. Artículos, fragmentos, poemas que hablan de Italia, de la injusticia, de la pobreza, del amor, de la homosexualidad, de la burguesía, de la sumisión, de la rebelión. Una pequeña joya para acabar este día redondo y, para variar, algo mitómano.


miércoles, 16 de abril de 2014

Técnicas de iluminación, de Eloy Tizón


Técnicas de iluminación
Eloy Tizón (1964)
Páginas de espuma, 2013, 164 p.

No suelo leer libros de relatos de autores actuales, más por una mala predisposición mía que por otra razón: me produce una gran desazón el desequilibrio, que a un buen cuento siga otro más flojo y al siguiente uno acaso imaginativo pero que no alcanza a otros que le seguirán; altibajos inevitables, seguramente, y que sin duda se dan también en la novela. Pero en la novela esos desequilibrios me parecen más justificables, un poco como quien tolera las bufonadas en un niño deficiente, mientras se muestra más inflexible con ése del que se espera más, que aspira a otro rango. El cuento, es cierto, se ha caracterizado siempre por ser más exigente en su composición, quizá por eso yo, que soy más bien disperso, lo frecuento poco como lector y como escritor. Frecuento más la poesía, y allí la irregularidad no me disgusta porque me quedo con lo que me gusta y puedo prescindir de lo que no me dice gran cosa sin que me pese. Pero lo anterior siempre puede ser contradicho, y además hay excelentes escritores que saben darle la vuelta a los géneros y corsés literarios. Y aquí es donde acabo este preámbulo prescindible para referirme a Eloy Tizón y sus Técnicas de iluminación, un libro tan luminoso como oscuro, rico en matices y reflejos.

Uno llega a ciertos escritores de forma más o menos azarosa. Las referencias son múltiples, pero no siempre nos acercamos en el momento en que lo hacen otros. Yo, casi siempre, llego más tarde (pero nunca es demasiado tarde cuando hablamos de lectura). Técnicas de iluminación es el segundo libro que leo de Eloy Tizón, y me ha bastado para confirmar (después de Velocidad de los jardines, en el que entré hace tiempo, y que recuerdo como un libro que me impresionó más que éste) que estoy ante un escritor mucho más sólido que otros más celebrados. Los principales méritos de Eloy Tizón son la fuerza de su prosa y su inventiva a la hora de crear imágenes expresivas. Cosas como:

“Nos gusta la nieve porque no tiene nombre ni edad. La nieve es la esquina sucia de las palabras, ese resto que queda después de haber triturado todos los nombres propios: un poco de arena fría. Si uno pudiera, se casaría con ella. La nieve en el altar. Los invitados, impacientes, mordisqueándose los guantes. Muebles envueltos en fundas en casas de veraneo cerradas. Y al fondo, un gallo o dos, que no cantan. ¿Acaso existe, la nieve?” (p. 16, “Fotosíntesis”).

Está, además, esa capacidad de jugar con el cuento y darle la vuelta a lo previsible, de burlarse de los decálogos y recetas sobre lo que es o debe ser un buen cuento. Ahí tenemos una pieza tan singular como el citado “Fotosíntesis”, lejos de cánones, cargado de fuerza poética.

El conjunto de relatos es excelente, pero no puedo evitar tener mis preferidos (sólo he hecho una lectura, es un libro para volver a visitar). Son “Ciudad dormitorio”, “Nautilus”, “Fotosíntesis” y “Manchas solares”. En todos ellos me interesa más el mundo que crean las palabras que lo narrado: lo que me parece más sólido es esa belleza del lenguaje, la capacidad de hacer que el lector goce con esa capacidad para crear imágenes y formas nuevas, independientemente de que lo que se cuente sea, como me parece, muy sugerente. Tal vez eso sea lo que ha hecho que muchos escritores de nuestro tiempo tengan a Eloy Tizón como uno de los grandes. Y no les falta razón.

lunes, 7 de abril de 2014

Pirandello y la construcción de la identidad


Pirandello, sobre la identidad y la realidad como construcciones, y el nombre como impostura (abajo improviso una traducción):

“Ah, voi credete che si costruiscano soltanto le case? Io mi costruisco di continuo e vi costruisco, e voi fate altrettanto. E la costruzione dura finché non si sgretoli il materiale dei nostri sentimenti e finché duri il cemento della nostra volontà. E perché credete che vi si raccomandi tanto la fermezza della volontà e la costanza dei sentimenti? Basta che quella vacilli un poco, e che questi si alterino d’un punto o cangino minimamente, e addio realtà nostra! Ci accorgiamo subito che non era altro che una nostra illusione.” (p. 54)

“(…) perché una realtà non ci fu data e non c’è, ma dobbiamo farcela noi, se vogliamo essere: e non sarà mai una per tutti, una per sempre, ma di continuo e infinitamente mutabile.” (p. 78)

“Nessun nome. Nessun ricordo oggi del nome di ieri; del nome d’oggi, domani. (…) Non è altro che questo, epigrafe funeraria, un nome. Conviene ai morti. A chi ha concluso. Io sono vivo e non concludo. La vita non conclude. E non sa di nomi, la vita. Quest’albero, respiro trèmulo di foglie nuove. Sono quest’albero. Albero, nuvola; domani libro o vento: il libro che leggo, il vento che bevo. Tutto fuori, vagabondo.” (pp. 188-189)

Luigi Pirandello, Uno, nessuno e centomila (1926).



Por si alguien prefiere una traducción, ahí va ésta:

“Ah, ¿vosotros creéis que sólo se construyen las casas? Yo me construyo continuamente y os construyo, y vosotros hacéis lo mismo. Y la construcción dura hasta que no se resquebraja el material de nuestros sentimientos y hasta que dura el cemento de nuestra voluntad. ¿Y por qué creéis que se insiste tanto en la firmeza de la voluntad y en la constancia de los sentimientos? Basta que aquélla vacile un poco, y que éstos se alteren un tanto o cambien mínimamente, ¡y adiós a nuestra realidad! De repente nos damos cuenta de que no era otra cosa que una ilusión nuestra.”

“(…) porque no se nos ha dado ninguna realidad y no la hay, sino que debemos hacérnosla nosotros, si queremos ser: y no será nunca una para todos, una para siempre, sino continua e infinitamente mutable.”

“Ningún nombre. Ningún recuerdo hoy del nombre de ayer; del nombre de hoy, mañana. (…) Un nombre no es otra cosa que esto, un epígrafe funerario. Va bien a los muertos. A quien ha acabado. Yo estoy vivo y no me acabo. La vida no se acaba. Y no sabe de nombres, la vida. Este árbol, respiración trémula de hojas nuevas. Soy este árbol. Árbol, nube; mañana libro o viento: el libro que leo, el viento que bebo. Todo fuera, vagabundo”.

martes, 18 de marzo de 2014

crear un personaje vivo

“(…) no cuento nada de su infancia, nada de su padre, de su madre, de su familia, y su cuerpo, así como su cara, nos resultan completamente desconocidos porque la esencia de su problemática existencial tiene sus raíces en otros temas. Esta ausencia de información no lo hace menos «vivo». Pues crear a un personaje vivo significa: ir hasta el fondo de su problemática existencial. Lo cual significa: ir hasta el fondo de algunas situaciones, de algunos motivos, incluso de algunas palabras con las que está hecho. Nada más.”

Milan Kundera, El arte de la novela, Tusquets (1987)


sábado, 8 de marzo de 2014

esto puede estar llegando: la ilegalidad de un derecho (3)

© Paula Rego. Serie sin título (aborto), 1997-1999.

"He vuelto a observar a las mujeres perro, para constatar con sorpresa que una de ellas, que se lame el brazo con avidez, me recuerda a Carolina, una de mis compañeras en el piso de la Costa de Caparica; o será que ahora recuerdo a Carolina con la dureza de esos rasgos, a pesar de que la vi por última vez hace dos días: una eternidad. Y tras la cara de Carolina-perro, como si lo estuviera buscando (y acaso así ha sido, aunque no recordaba que también me habías hablado de esas pinturas): la serie sin título que retrata a mujeres tras un aborto clandestino. He tenido que cerrar el volumen, no porque no pudiera soportar las pinturas, sino por lo que esas posturas, esos gestos y esos escenarios me recuerdan, tan próximo y tan lejano ya. Allí estaba otra vez la habitación húmeda de esa casa de Almada, mi esfuerzo por mantener las piernas bien abiertas sobre las sábanas acartonadas como ella me había pedido, casi ordenado, y abajo en la penumbra del suelo junto a la cama esa jofaina lista para recibir el embrión y lo que pudiera salir de mis entrañas."

Dos olas, Tropo editores, 2013, páginas 124-125.

miércoles, 5 de marzo de 2014

Algunos poemas de Antonio Méndez Rubio


En uno de esos raros tiempos de soledad leo en un bar, casi de un tirón, los poemas de Va verdad (Vaso Roto, 2013), de Antonio Méndez Rubio. Había leído antes poemas suyos, recomendados por Blanca, que lee mucha más poesía que yo y siempre me descubre nuevas voces (nuevas para mí, claro). Leer a Méndez Rubio es entrar en un círculo donde la voz se libera de la subjetividad del poeta, poesía de la sorpresa y de la ruptura del lenguaje, de los sentidos abiertos. Es difícil, pero a mí me gusta esta dificultad, aunque me quede a medio camino, incluso si me quedo a las puertas de algo que sólo intuyo, pero que ya despierta un goce por las palabras y los sentidos que alcanzo o le doy. Así me suele pasar con la lectura en general, y más con la poesía. (Y sí, paréntesis: puede que el disfrute de la lectura se acompañe de las circunstancias –porque no es cierto que no importe el lugar donde se lee o las circunstancias en que se hace: el lugar y el momento hacen también al texto–: un bar de vinos en la via Fratelli Bonnet, un vasito de ratafià –el licor más parecido al porto que he encontrado aquí– y Dexter Gordon sonando de fondo). Pero bien pronto he dejado de escuchar la música, creo que ha sido aquí:

III

Por lo demás que no
te alzas de la hendidura
definitiva
haciendo una grieta al futuro
sobre el aire de siempre no es
que no
sea verdad es que no
es ni siquiera posible
decirlo sin pensar, sin
olvidarse de
todo menos de ti.

Ahora, en la tranquilidad de la noche, vuelvo a leer algunos. No me atrevo a comentarlos, me limito a compartirlos:

XXXI

Tal vez. Espera. Escucha
desvanecerse el tema, el miedo.
                                                 Hay
nieve de sobra para estar a solas, juntos,
otra vez. La tierra la sostiene
aunque sólo sea por eso. Nada
se confunde con la ausencia de nada.
Esa alianza, que dimos por perdida,
suena sorprendidamente
perfecta al acogerlo. ¿Lo entendemos?
¿Qué más se puede decir?
¿Se separan las nubes o buscan otras?
Quédate un momento cerca
por si es posible. Daría todo por
oírte oírlas.

XLI

El suelo que era su sitio; por donde andaba sin acabar de erguirse, donde siempre volvía a caer… las cosas, las ramas, las paredes se movían, iban cambiando; y eso, atender a lo que cambia, ver el cambio y ver mientras nos movemos, es el comienzo del mirar de verdad.(M. Zambrano / J. Cage)

Tiempo al tiempo.
Mira: pasan nubes,
a través de su intensidad,
por un azar que aún es su sitio,
su cuerpo. Entretanto
removemos agua
con las manos abiertas o
aprendemos a pensar
más en coger trenes
que en esperarlos. No sabemos.
Haz la prueba. En
una palabra, di: si
no es de eso, ¿de
qué vivimos?

LXVIII

Aunque
no conoces a nadie
ni nadie te conoce en una
tierra como esta tierra despertada
por la fuerza, ¿puedes
(por detrás de esa extrañeza
que te produce la luz)
ver lo que hay dentro,
buscar fuera
de mí?

Antonio Méndez Rubio, Va verdad, Vaso Roto Poesía, 2013.

viernes, 21 de febrero de 2014

arden

© Anselm Kiefer.

Todos los libros que leo arden. Perdidos en algún lugar de mi memoria, nunca completos: quedan apenas virutas incandescentes, a menudo el rescoldo más o menos apagado de lo sentido entonces, rara vez un puñado de palabras. Las palabras son lo primero en arder. Forman con el tiempo una biblioteca calcinada, dentro, una biblioteca espejo de la que finge no conocer aún el fuego. Por eso toda relectura tiene algo de resurrección y de ave fénix. Luego, una vez más, arden.

miércoles, 12 de febrero de 2014

la imposibilidad de escribir

"Una crisis tiene también sus ventajas, eso afirma en cualquier caso la gente que no está pasando por una crisis. La ventaja principal de una crisis, afirman, consiste en llenar de dudas a quien pasa por ella. Por ejemplo: el antiquísimo hecho de que lo que ocurre y se piensa y se siente de modo simultáneo no se puede reproducir de modo simultáneo en la escritura lineal sobre el papel me preocupa tanto, que las dudas sobre mi fidelidad a la realidad en mi trabajo de escribir pueden aumentar hasta convertirse en casi imposibilidad de escribir."

Christa Wolf, La ciudad de Los Ángeles o El abrigo del Dr. Freud, Alianza, 2012.



jueves, 30 de enero de 2014

La mala luz, de Carlos Castán

La mala luz
Carlos Castán (1960)
Destino, 2013, 227 p.

De las muchas cosas que me ha dejado esta novela, la primera que me viene a la mente es la imagen de Paul Celan en su último puente, en París. Si pienso en sensaciones, queda ese algo de “telaraña y temblor” que ya no puede ser melancolía, y el gozo de haber acompañado a un personaje narrador intenso e irrepetible. Y preguntas, muchas preguntas que van más allá de la ficción, porque La mala luz –primera novela de Carlos Castán después de varios libros de relatos y una novela breve de la que también dije algo aquí–,  toca allí donde más duele, en la médula de la vida o su contrario, la soledad. Y es que, como escribe Castán (aunque sea para recordarnos algo que ya sabemos),

“En ocasiones así es donde más claramente he llegado a atisbar la radical soledad de un ser humano, de cualquier ser humano, y la imposibilidad de una comunicación real. No hay trasvase de nervios ni de sangre, no hay forma de que ese miedo salga de su jaula. Dos personas pueden incluso estrecharse el uno contra el otro, apretarse con fuerza la mano, pero una no llega a penetrar en el infierno de la otra, ni siquiera a comprenderlo lejanamente. Es imposible. Más allá de una rudimentaria empatía que prácticamente se agota en la certeza de que el otro sufre, así, en abstracto, nada hay que pueda hacerse para conseguir penetrar en el pensamiento ajeno, en el miedo ajeno, y luchar a brazo partido, como muchas veces se quisiera, contra los fantasmas y las tormentas que ahí se acumulan.” (pp. 73-74).

La soledad aquí es doble: la del personaje narrador y la de su amigo Jacobo. La muerte (asesinato) de este último pone en evidencia que

“la muerte es algo que tiene que ver con la ausencia y esa ausencia tiene que ser percibida por alguien. Los que vivimos solos como perros no podemos morir en este sentido porque ya desde antes estábamos muertos de alguna manera. Para morir de verdad es necesario dejar un hueco, el lugar de la mesa donde te sentabas a desayunar con los demás y en el que ahora ya no se pondrá nadie. La muerte es ese trozo de mesa en el que falta una taza de café con leche. Hay que dejar una silla vacía si quieres morir como Dios manda y que alguna vez alguien te recuerde; y, Jacobo, las sillas vacías que tú dejas nadie las ve, están en una casa sola y cerrada. Por eso, quizá, siento que tu muerte me pertenece, que has muerto sólo para mí como, si hubieran sido las cosas al revés, yo habría muerto para ti solo.” (pp. 146-147)

Que haya intriga, incluso un crimen, no convierte a una novela en un thriller ni la encierra en el corsé de los géneros. La mala luz demuestra una vez más que la buena literatura puede jugar con todo, siempre que tenga detrás a alguien capaz de hilvanar ideas, memoria y experiencia mediante una escritura tan sólida y rica como ésta. El argumento se construye a partir de un puñado de elementos: un hombre solo, una amistad interrumpida por un crimen, una mujer, el furor y la muerte. El narrador es un hombre recién separado que se muda de una ciudad pequeña a Zaragoza, donde también se ha mudado recientemente su amigo Jacobo, a quien unen estrechos lazos de complicidad.

La verdadera fuerza de La mala luz, para mí, está en la construcción del relato a través de un lenguaje como una lengua de viento que enreda al lector y lo empuja hacia adelante, en las imágenes que crea y recrea (hay mucha memoria, que sea autobiográfica o en parte inventada tampoco es relevante), en la literatura vivida como parte de la propia biografía, como un posible salto final. Hay un sólido recurso a otras voces, otras historias que son asumidas por el narrador como parte de sí mismo (entre otros, dos autores que también leí con atención, Marguerite Duras y, sobre todo, Paul Celan), y no se percibe como mera referencia cultural: se asume como parte de la propia experiencia del narrador, que el lector hace suya.

A lo largo del intenso monólogo del narrador se suceden piezas diversas que podrían tener unidad dentro del relato principal, pero que no me parecen cuentos independientes hilvanados con un hilo conductor. Son historias dentro de la historia, referencias a la memoria o a la realidad externa o al peso de la literatura en la propia experiencia vital, dotadas de cierta autonomía, y que sobre todo confieren al narrador una complejidad muy atractiva.

La mala luz no habla sólo de la vida de ese narrador sin nombre, del horror ante la muerte del amigo y de la seducción que también a él lo arrastra. Habla de nosotros, de lo que somos; y lo que somos es soledad y necesidad de belleza (precisamente porque estamos solos), necesidad de encontrarnos con nosotros mismos como hace el personaje después de la muerte del amigo, investigando su propia vida hacia atrás. La necesidad del recuento, aunque sea en forma de desencanto –cómo si no–, para seguir.

martes, 28 de enero de 2014

el rabillo del ojo

© Eva Lootz, "Cuadro negro", 1974.



"Lo visible está sembrado de pliegues donde se esconde lo que no tiene nombre.

(…)

Seguir mirando por el rabillo del ojo.

En la periferia del ojo se encienden los fuegos nuevos.

Por las zonas fuera de foco entra lo que no tiene nombre.

En la periferia del ojo hay cuerpos suspendidos que desaparecen si los tratas de enfocar.

En el rabillo del ojo se ve lo que está a punto de aparecer.

En el rabillo del ojo es donde no hay centinelas.

En el rabillo del ojo es donde somos más vulnerables.

Desde el rabillo del ojo se renueva el mundo."



Eva Lootz, Lo visible es un metal inestable (Árdora ediciones, 2007)


jueves, 16 de enero de 2014

esto puede estar llegando: la ilegalidad de un derecho (2)

© Paula Rego. Serie sin título (aborto), 1997-1999.

 
"mentir para tranquilizarme, decirme por ejemplo que en su juventud había sido enfermera, que había practicado abortos en una clínica, clandestina por supuesto, hasta que decidió establecerse por su cuenta, y yo asentía en silencio, sin mirarla; recuerdo que en ese momento pensé, quizá absurdamente, que si la miraba mucho no podría olvidar su cara, la expresión que tendría mientras me hiciera lo que tenía que hacerme; yo decía que sí a todo con la cabeza, había quedado desarmada por el llanto cuando me había reprendido por haber venido sola, aunque luego se había solucionado todo con un poco más de dinero: aunque no fuese lo habitual, iría a una casa de confianza, donde me cuidarían hasta que fuera necesario; eso sí: no más de una semana; y me pareció razonable, todo me parecía bien, no había nada que objetar a las condiciones, no había otro sitio adonde ir, asentía y evitaba mirarla, así que mientras clavaba mis ojos en los ojillos cristalinos del gato de porcelana o de plástico más próximo, mientras me dejaba hipnotizar por aquella presencia sin hálito, imaginaba que esa figurilla ridícula fundía el espacio de aquella habitación trasera, que bajo su influjo ilusorio todo perdía su apariencia hostil, que incluso la abortadeira, cuya cara cerosa ahora sé que no voy a olvidar en mucho tiempo, que tal vez no olvide jamás, incluso ella era una mano amiga: ¿no había aceptado atenderme a pesar de haber aparecido sin compañía?, ¿no me ofrecía una habitación en esa casa de rehabilitación en la Costa de Caparica?, ¿no me trataba con amabilidad, e incluso con atención afectuosa?, y aunque no llegaba a tanto el engaño, me obstinaba en verlo todo como no era, consciente de que se trataba de un subterfugio, de que esa mano no era amiga, ni enemiga, que era simplemente una mano fría como esa habitación, codiciosa y, así lo esperaba, hábil; hasta que sentí los dedos fríos sobre mi hombro, porque debía de haberme dicho algo que no oí, y lo repitió con aspereza: Que ya puede echarse en la cama con las piernas bien abiertas, y sin moverse, ¿me ha oído?, no se me mueva por nada del mundo"

Dos olas, Tropo editores, 2013, páginas 93-94.

martes, 14 de enero de 2014

Nadie me verá llorar, de Cristina Rivera Garza

Nadie me verá llorar (1999)
Cristina Rivera Garza (1964)
Tusquets, 2003, 254 p.

“¿Cómo se convierte uno en un fotógrafo de locos?”, y aún más, “¿Cómo se convierte uno en una loca?”. Son dos preguntas recurrentes en esta extraña y hermosa novela a la que he llegado como se llega a los mejores libros: un poco por azar, un poco por haber oído o leído el nombre de la autora a escritores cuya opinión tengo en cuenta. Y ha sido un verdadero acierto: ahora sé que volveré a leer a Cristina Rivera Garza. Esta es la segunda novela de esta mexicana ya reconocida, después de la cual ha publicado otras seis. La autora, además de narrativa, escribe poesía y ensayo, y se dedica a la docencia de la escritura creativa en la Universidad de California en San Diego.

Nadie me verá llorar es la loca Matilda Burgos, y es el morfinómano Joaquín Buitrago, que primero fue fotógrafo de prostitutas y ahora lo es de locos en el manicomio mexicano de La Castañeda. Es el México de principios de siglo, de Porfirio Díaz a la Revolución y el fin de ésta. Los temas más evidentes son la locura, la adicción, la muerte. Y la soledad. A través de un narrador en tercera persona –el título, en este sentido, juega al equívoco– vamos descubriendo la historia de Matilda y de Joaquín, los hilos y personajes que unen ambas vidas destinadas al desencuentro. No hay linealidad, y el dominio de la trama mediante los saltos de tiempo es uno de los muchos logros de esta novela.

“Así, la ausencia de Diamantina fue toda suya. Coleccionó sus recuerdos y, uno a uno, los colocó en un lugar recóndito. Después cerró la puerta y puso el candado del silencio. «Nadie me verá llorar. Nunca». Más que el dolor mismo, Matilda temía la compasión ajena. Desde tiempo antes y sin saber, había decidido vivir todas sus pérdidas a solas, sin la intromisión de nadie, a veces ni de sí misma.” (p. 164)

Hay numerosos aspectos destacables en este libro, empezando por el uso del lenguaje, denso y rico en metáforas, bien ritmado, donde se advierte a la poeta que también es Rivera Garza. Por su parte, los propios personajes de Nadie me verá llorar son extremadamente ricos e imprevisibles. No bastan el estigma de la locura o la drogadicción para justificar la ambigüedad y el comportamiento caprichoso de Matilda y Joaquín. Son personajes arcanos, abiertos a la imaginación lectora. Como están abiertas a la imaginación esas fotografías de Joaquín Buitrago, búsqueda de una interioridad en la apariencia: las mujeres de las casas de citas, las locas y, por fin, las ausencias, fotografías de lugares y objetos abandonados por una presencia humana aún latente: un sofá vacío que conserva el pliegue del peso de un cuerpo que ya no está, los columpios recién abandonados en los parques, una taza con la huella del lápiz labial de una mujer.

También destaca el trabajo sobre la realidad, tanto en lo que se refiere a la institución psiquiátrica como a la propia historia mexicana; no en vano la autora es, además, doctora en Historia con una tesis sobre el propio manicomio de La Castañeda y los relatos de los enfermos en él recluidos. Es algo muy patente en los capítulos 3 (donde se reproducen y recrean expedientes de los enfermos) y 8 (donde se reproducen los escritos de Modesta Burgos L., la enferma real a partir de la cual Cristina Rivera Garza construyó el personaje de Matilda). Sin embargo, la historia mexicana no es el centro de la novela y, aunque no se limita a ser un mero escenario –baste con nombrar la presencia de Diamantina y del anarquista Cástulo, ambos comprometidos en la lucha contra la explotación obrera–, sí es cierto que “Matilda Burgos y Joaquín Buitrago se han perdido todas las grandes ocasiones históricas” (p. 211), absortos en sus propios laberintos.

Una novela, pues, intensa y riquísima, construida con los materiales del estudio y del trabajo del lenguaje, que me hace suponer que volveré a disfrutar y aprender (tantas veces es lo mismo) con la lectura de otras obras de esta autora.

lunes, 13 de enero de 2014

esto puede estar llegando: la ilegalidad de un derecho (1)


© Paula Rego. Serie sin título (aborto), 1997-1999.

"Y aquel piso al que, por un poco más de dinero, me llevaron la semana pasada, al que yo pedí que me llevaran porque estaba sola y no quería recuperarme donde mi madre, en la Cova, yo ignoraba que estuviera en aquellas condiciones ni en un barrio clandestino cerca de la Costa de Caparica, un barrio sin agua corriente ni suministro eléctrico ni recogida de basuras ni nada, como suele pasar con estos barrios que algunos quisieran invisibles, pero que están inevitablemente ahí, y que de nada sirve derribar o desplazar. En aquel piso, acaso de algún familiar de la abortadeira, habían robado la luz de alguna parte, y con ella encendían varias bombillas desnudas en el cabo de cables que colgaban de techos y paredes sin pintar. Allí he pasado estos últimos cinco días, Tiago, en una habitación sin muebles, con dos o tres colchones en el suelo, una vieja estufa que olía a gas, y una ventana que no daba al mar. En ese cuarto vacío he comido, dormido, pasado largas horas sola, con la visita regular de una mujer que debía de vivir en el piso de al lado, una mujer con aire manso y sin dotes ni formación alguna para asistir a enfermos, que se limitaba a suministrar compresas, fármacos, comida y agua en un completo mutismo. No he estado siempre sola, sin embargo, pues cuando pude levantarme y caminar por mi propio pie comencé a pasearme por la casa, a entrar en otras habitaciones semejantes con mujeres en situaciones semejantes a la mía, a veces peores que la mía; y allí estaban esas adolescentes, siempre pálidas y susurrantes; y una mujer de cuarenta y cinco años que no dejaba de sangrar y fumar; y el último día una mozambiqueña a la que tuvieron que llevarse al hospital porque algo había salido mal. Y cómo no va a salir algo mal de vez en cuando, cómo es posible que no salga mal más a menudo, y no porque se haga sin ginecólogo, ni enfermera, sin quirófano, ni ecografía, ni anestesia, sino porque se realiza sin higiene, sin conocimiento, en cualquier habitación más o menos limpia, más o menos oscura, húmeda o fría, con polvorientos animales de plástico o de porcelana que miran con ojos tristes cómo me desnudo de cintura para abajo mientras la abortadeira dice ya verá como no duele tanto, es más lo que se cuenta que"

Dos olas, Tropo editores, 2013, páginas 49-50.

jueves, 9 de enero de 2014

Everything will be taken away

© Adrian Piper 2009

Nos lo van a quitar todo, escupe él (no lamenta) / Quiénes. / Ellos, los otros. / Todos somos los otros, susurra ella. / Me refiero a esos otros que borran, los borradores de todo. / Qué manía con ver la cosas tan negras, sólo porque estén recortando un puñado de derechos y libertades. / ¿Un puñado? Un puñado es lo que cabe en un puño. / Ya te estás poniendo revolucionario, tú. / La única revolución posible es / ¿Cuál?, interrumpe ella. / Déjalo, puede que tengas razón: lo veo todo como si estuviera emborronado. / Todo está emborronado, cielo. Anda, apaga la luz, no vas a notar la diferencia.