jueves, 24 de enero de 2013

Karnaval, de Juan Francisco Ferré

Karnaval
Juan Francisco Ferré (1962)
Anagrama, 2012, 534 p.

“La realidad es la que mancha y degrada nuestros sueños más sublimes, pero la realidad es lo que tenemos, por más sucia que nos parezca, la realidad es nuestro único patrimonio fiable, los sueños ni siquiera nos pertenecen, son falsos, hipócritas, infundados, como los valores y los ideales de los rabinos y los sacerdotes, esos falsos valores con que juzgamos todo el tiempo la realidad de la vida sin entender sus leyes. La indecencia, la obscenidad, la impureza, la corrupción, el compromiso, la inmoralidad, eso es la vida, eso es la realidad, aunque no nos guste reconocerlo. No olvide esto. Así va todo lo demás. También en política, por si le interesa conocer mi opinión en estos momentos críticos.”

Quien supuestamente afirma lo anterior no es Juan Francisco Ferré a través de un narrador, sino un Philip Roth apócrifo en la novela de Ferré. Esa definición de la realidad (que también podría ser una declaración de principios) en gran medida impregna las páginas de Karnaval: la de una realidad obscena, corrupta e inmoral. El enfoque sobre ese realismo podría llevarse a cabo de diversas formas, y aquí se hace desde la parodia, la sátira y lo grotesco, desde la fabulación, a veces de forma histriónica, a veces con ironía y espíritu lúdico. Porque en esta novela se juega mucho, y se hace de forma diversa: los personajes se camuflan y enmascaran, las voces se multiplican, se pasa de lo ensayístico a lo onírico, se parte de una noticia real (y también se juega con las versiones periodísticas del caso real), se divide la sucesión de capítulos con un documental ficticio, y se llega a rozar la distopía.

Me he acercado a esta novela por varias razones. Fundamentalmente, porque sigo con interés variable el blog del autor, porque me gustó su novela La fiesta del asno (DVD, 2005), y todavía más sus reflexiones sobre el realismo de Mímesis y simulacro (EDA, 2011). Pero también porque el escándalo de Dominique Strauss-Kahn me interesó en su momento, quizá porque todavía tenía reciente mi año en Francia y conocía al personaje más allá de su cargo de presidente del FMI. Suponía (y esperaba) –ahora lo sé con certeza– que éste no es un libro “sobre” ese caso, sino que lo toma como pretexto para una ficción compleja y polifacética. El premio Herralde, por su parte, no ha sido una razón de peso para la lectura (no soy lector de premiados, y hasta no hace mucho apenas leía novedades), aunque me parece que premiar esta novela ha supuesto una digna ruptura de la consabida inercia del premio al nombre sobre el premio a la obra literaria que, me temo, será fenómeno casual y efímero.

Así pues, entrando en materia, sería demasiado reduccionista definir esta novela como una reflexión o juego literario sobre las relaciones entre sexo y poder, o incluso entre sexo y capitalismo. Es eso y mucho más. Empezando por el protagonista, demoninado DK o dios K, que no es, no puede ser un reflejo ficticio del DSK que dirigía el Fondo Monetario y que podría haber sido presidente de Francia, sino una construcción libre a partir de él. Y, sin embargo, por muy carnavalesco e inverosímil que sea cuanto forja la imaginación de Ferré, lo bueno es que el lector (al menos, este lector) sigue poniéndole al dios K las facciones de DSK, ese tipo chaparro de encantos (muy) ocultos. Solo que ahora al real se le dibuja una mueca lúbrica que antes apenas se intuía tras la máscara del poderoso arquetipo de la gauche caviar. He escrito inverosímil, porque así me lo parece, y no hay nada malo en ello. Para empezar, nada más lejos del pensamiento del modelo real (DSK) que una crítica al sistema capitalista como la que llega a hacer en determinados momentos de la novela el personaje ficticio (el dios K). Esta podía ser una clave de este realismo desacomplejado, la certidumbre de que toda idea de verosimilitud (es decir, que todo funcione según la lógica de la realidad, de forma mimética) es superflua. Porque además la propia realidad es inasible, está mediatizada y manipulada, de modo que resultaría banal en términos literarios tratar de ser verosímil, al menos aquí.

En Karnaval, lejos de pretender reconstruir el caso real, se juega a reconstruirlo, construyendo otra cosa mediante un rico y variado muestrario de versiones, iniquidades, reconstrucciones burlescas, etcétera. En sus más de quinientas páginas se suceden peripecias lúbricas y políticas, puntos de vista enfrentados, narradores (aunque predominan el narrador en tercera persona y el propio dios K), géneros (la narración se mezcla con las cartas a los grandes hombres y mujeres del planeta y con los jugosos testimonios ficticios del documental El agujero y el gusano), análisis económico y tono ensayístico, incluso ficción histórica (la visita de DK acompañando a François Miterrand al Berlín comunista narrada a un supuesto Emilio Botín), entre muchas otras cosas. La diversidad de tonos es también una variedad de enfoques, a menudo fragmentaria y en gran medida autónoma, lo cual a veces pone tablachos al libre fluir de la novela. De los 46 capítulos, unos pocos me han parecido prescindibles, por no aportar nada al conjunto ni resultarme especialmente brillantes, aunque son minoría. Otros, por el contrario, son piezas excelentes. Entre ellos, la simbiosis de erotismo y economía política del “DK 16 Masaje revolucionario”, o la epístola a Jean-Claude Trichet. De especial relevancia me parece el capítulo “DK 23 El maravilloso mago de Omaha”, donde se hallan algunas reflexiones políticas muy certeras en relación a la crisis económica mundial, en una conversación entre el misterioso Doctor Edison (el hombre más poderoso del mundo) y el dios K:

“—Lo entenderá antes de lo que piensa. Ya verá. No desespere. ¿O es usted otro de los que se han tragado los mitos y mentiras de la crisis? Verá, en la guerra fría creamos de la nada toda una mitología adecuada a nuestros intereses. Hemos tardado mucho en revisar sus errores y encontrar otra nueva con que sustituirla. La crisis financiera mundial, con todas sus ramificaciones y secuelas privadas, es uno de sus componentes narrativos más imprevistos y gratificantes. Un verdadero golpe de genio estratégico, infinitamente más efectivo en el inconsciente universal que la añagaza del terrorismo jihadista…”
(…)
“—No me diga que la idea no es brillante. Organizar a la vista de todos, sin disimulo, una fuga de capitales impresionante, una transferencia multimillonaria de los bolsillos esquilmados de la clase media a las bolsas repletas de los más ricos, haciéndola pasar por bancarrota del sistema bancario y financiero. El mayor atraco de la historia, el más limpio, además, sin rehenes ni tiros ni derramamiento de sangre. Era necesario, por diversas razones que a usted no se le escapan, poner nuestro dinero a buen recaudo, ¿dónde mejor que en las cámaras acorazadas de los millonarios de este país?”


La estructura de la novela es simétrica, y en ella el documental ficticio actúa como bisagra, lo cual atenúa esa discontinuidad a que aludía antes y que puede, en determinado momento, desalentar al lector. El documental, supuestamente filmado por Chantal LeBlanc y titulado El agujero y el gusano, ocupa las páginas centrales del libro, como un eje que ordena lo demás, pero también como un paréntesis que permite tomar aire. Los testimonios ficticios de intelectuales y escritores se suceden de forma intercalada, como suele ocurrir en muchos documentales. Así, Ferré se apropia del discurso de ellos y ellas, lo manipula a su antojo, para hacerles reflexionar sobre el caso DK y temas aledaños. De especial interés, para mí, son de los de Philip Roth, Slavoj Zizek, Michel Houellebecq y Michel Onfray. Algunos resultan especialmente jugosos, y muestran cómo Juan Francisco Ferré no es sólo irreverente con el orden establecido, sino que incluso también juega a subvertir lo previsible en relación con los propios entrevistados, independientemente de que sienta afinidad por ellos. Así, por ejemplo, Houellebecq se nos muestra en la catedral de Notre-Dame de París, o Zizek ante una mesa de operaciones. Incluso subvierte la actitud de pensadores que cuestionan el relato de realidad tal y como se ha organizado desde siempre. Es el caso del testimonio de Judith Butler, la pensadora feminista, a quien se representa en una sala de striptease, introduciendo con gesto pícaro un billete en las bragas de una chica.

Leyendo Karnaval se entra en una fértil simbiosis entre la tradición heterodoxa hispánica (desde la novela picaresca, La Celestina o La lozana andaluza y Cervantes hasta Juan Goytisolo) y la novela norteamericana posmoderna. Hay, claro, otros entrecruzamientos y referencias (Sade, Buñuel). Por mi parte, he sentido (porque me parece más una sensación que una relación manifiesta) que también hay ciertos modos y humores comunes con algunas novelas de Julián Ríos, desde Larva, donde el peso recaía en una carnavalesca invención lingüística, hasta el más narrativo Puente de Alma, donde Ríos se recreaba en torno a Diana de Gales y su muerte en París.

En Karnaval de Juan Francisco Ferré se da una relectura de la realidad desde el ingenio y la imaginación más ácida, pero también desde un pensamiento crítico que sobrevuela los excesos para recordarnos que esta novela no puede quedar limitada al género satírico. Que, a pesar de todo, todavía la novela (esta, otras) tiene mucho que decir sobre la realidad, para cuestionar la lectura de la misma que nos cuentan como única posible. Podrá gustar más o menos, no es una novela complaciente, pero sí me parece una novela grande, una novela que va a quedar.

martes, 22 de enero de 2013

la canción de la lluvia


Ya arranco, voy. Pero cómo decírselo al oso Yuri, con lo sensible que se pone en estos casos y la mala sangre que rezuma. Cómo voy a decirle que el manco ya no va a hablar, pero que estaba además esa niña que yo no había visto nunca. Cómo hacerle creer que la niña surgió del vapor del charco, que se hizo cuerpo desde una niebla que no estaba allí antes, junto a ese pobre idiota del manco. Todavía no. Me estoy acercando demasiado al chalet de Yuri y al momento de las explicaciones: en el próximo cruce giro a la derecha. Conduzco en círculos, escucho esta canción de la lluvia y ahí fuera gotea esa música de nubes que no oigo. La nube. Nadie va a creer que, en el momento de arrojar la cerilla sobre el charco de gasolina a los pies del manco, de una nube de vapor o de gas haya aparecido esa niña con la mano cóncava junto a la boca, como si quisiera susurrarle a ese soplón su último secreto. Más despacio, todavía más despacio. Que esta canción dure siempre. Que al abrir el maletero ya no esté ese pequeño cuerpo calcinado, sino un vapor que se escape por el aire.

domingo, 6 de enero de 2013

Aprender a terminar, de Laurent Mauvignier

Aprender a terminar, 2000
Laurent Mauvignier
Pasos Perdidos, 2012, 125 p.
Traducción de Santiago Martín Bermúdez

Hace unas semanas publiqué aquí unas notas sobre cuatro novelas de Mauvignier, un autor del que me siento próximo y que me gusta mucho. Allí lamentaba que sólo se hubiese traducido una de sus novelas (la mejor, hasta ahora), Hombres, y que el resto permaneciera inaccesible para los lectores en español. La editorial Pasos Perdidos me escribió para comunicarme que precisamente acaban de publicar la traducción de su segunda novela, Aprender a terminar (Apprendre à finir, Les Éditions de Minuit, 2000), lo que es una excelente noticia. Amablemente me enviaron un ejemplar y, como no es algo que me pase habitualmente (no soy crítico literario profesional ni aspiro a serlo, aunque seguiré compartiendo algunas de mis lecturas), devuelvo el gesto con unas impresiones de mi lectura.

En Aprender a terminar, una mujer narra su impotencia ante la infidelidad y el desprecio de su marido. La novela, lejos de lo que puede indicar el título, no narra una separación, aunque haya efectivamente una ruptura, una toma de conciencia del fin de una relación de pareja. En ese sentido, el título parece más un deseo que un hecho narrable: la ruptura real, la separación de ambos, podría llegar después de acabada la novela, pero eso no se narra, y acaso no importa. Lo que Mauvignier disecciona y analiza, a través de ese monólogo interior, es todo un proceso de sumisión y autoengaño, una apertura progresiva a la implacable realidad de tantas parejas, la fragilidad de lo que se consideraba sólido y duradero, los silencios, las renuncias, las simulaciones, los compromisos que encadenan y las miserias y violencia cotidianas.

En el inicio, la narradora cuenta cómo espera el regreso de su marido del hospital. Así, la novela parte de una aparente fisura: un accidente de automóvil que ha dejado a su marido maltrecho y a su cuidado. Sin embargo, el accidente no trae consigo una mudanza interior, una fisura real: no modifica el rechazo del marido hacia ella, ni pone fin a la relación que éste mantiene con otra mujer. Él, sencillamente, está imposibilitado para volver a hacer sus escapadas. Esa imposibilidad crea en ella la ilusión de que todo puede cambiar, de que con su cuidado y apoyo ella puede intentar modificar algo, volver a ser una pareja, un nosotros, más allá de dos seres que viven bajo el mismo techo con sus dos hijos. Ahí comienzan las esperanzas rotas, los recuerdos de cuando todo era diáfano y hermoso, pero también de los celos y la crueldad de ese hombre incapaz de romper, de terminar. Tan incapaz como ella misma.

La voz narradora, como ocurre en el resto de libros de Mauvignier, no busca imitar los registros previsibles de un ama de casa. Es un discurso complejo narrado con un ritmo y un estilo trabajados, un aliento y un ritmo que en algunos pasajes recuerdan (¿más que en otras de sus novelas?) la prosa hipnótica de Thomas Bernhard. Más allá de esta impresión (que no afecta a las preocupaciones de ambos autores, en modo alguno asimilables), Mauvignier realiza un trabajo sobrio e implacable, dentro de un realismo que, sin buscar la denuncia como fin literario, la contiene mediante la propia exposición de la desgracia como fuente de denuncia en sí misma. Concluyo con un fragmento:

“Porque ellos sabían perfectamente que nos desgarrábamos en la cocina, que nos arañábamos, sabían perfectamente de nuestras voces y de los jadeos sofocados, no se van a olvidar, ahora lo sé: las manos, las uñas que acudían a apoyar los insultos, las manos que acudían cuando ya no valía la pena abrir la boca, cuando la presencia del uno frente al otro era lo único que podíamos oír en esos momentos, y luchábamos, y ellos nos veían luchar, sabían que luchábamos a muerte, escupiendo, he sabido después por ellos lo terrorífico que era aquello, el mayor cogía a su hermano y se lo llevaba a la escalera, al cuarto de la caldera, lo llevaba en brazos y le escondía la cabeza, al más pequeño, también para que no oyera desde la salida del aire lo que él sí quería oír, en caso de que, hasta con su miedo, con los labios mordidos, los dientes apretados y las mandíbulas doloridas, con el pavor de ese preciso momento en que habría tenido que subir, dejar al pequeño abajo y correr por el pasillo, subir la escalera de cemento para encontrarse en la cocina con la sangre que al otro le salía del labio, con el miedo en las tripas de tenernos que separar, de arrancarnos uno del otro, encontrarse con nosotros que no sabíamos terminar el uno con el otro, terminar con eso, con nosotros, mientras ellos estaban en el sótano junto a la caldera y arriba las bofetadas, los arañazos, los gritos que nos lanzábamos y que a ellos les caían encima, encima de su infancia, como un anuncio de lo que les pasaría también a ellos, el mundo, eso es lo que está por llegar, se acabaron los sueños de paz, ya no hay paz, nunca la ha habido y os hemos mentido, todos, todos mentimos, hay que mentir; y ahora saben lo que pasa cuando algo se rompe, cuando revienta por todos lados. Y lo oían todo desde el cuarto de la caldera. Y sentían el odio, sentían cómo les penetraba en la piel el odio que rezumaba de nosotros.”